Comenzó a descuartizar a la cándida víctima poco antes de que cantase el añejo gallo de la esquina. Ya tenía como dos horas en la sangrienta faena, utilizó casi todos sus utensilios de tortura esta vez y sin remordimiento alguno, con una frialdad de mármol, diseccionó en pequeños trozos -algunos parecían simples hilachas- al occiso que había ejecutado días atrás en complicidad de la soledad y el eco de los alaridos del degollado. Parecía una película de horror imposible de recrear, pero a decir verdad, esto sucedía a escasas cuadras del orfanato. Era una escena que se repetía a diario y nadie se alertaba de aquello. Absolutamente nadie tenía registro de que estas repugnantes acciones se llevaban a cabo, porque el victimario trabajaba muy bien, sumergido en las tinieblas de los sueños imperturbables del barrio Magnolia. Lo único que lo podía delatar eran los gruesos telones de moscas, esos que se disipaban cuando habría la ventana de la bodega que daba hacia el callejón oscuro.
Había agarrado todo lo necesario: un punzante gancho, en forma de hoz, que servía para abrirle el esternón al sacrificado y sacarle todas las tripas; un afilado machete de mango amaderado y resquebrajado por el pasar de los años, para tajar de forma ágil las partes donde huesos y cartílagos hacían ardua la labor; guantes quirúrgicos, para no dejar siquiera el recuerdo del tacto fresco de sus manos sometiendo al cadáver; un balde, periódicos de días pasados y aserrín que le servían para poder absorber y recolectar la sangre de las extremidades cercenadas del cadáver, que goteaba como suero de paciente dentro de cuidados intensivos a causa de una fuerte infección pancreática. Había colocado los intestinos encima de la mesa de guayacán cubierta con papel periódico. Estaba con la idea de meterlos en una funda negra, para mantener silenciados los olores de su crimen, de esa manera no lo incriminarían ante un juzgado de narices que habitaban en el mismo bloque de departamentos. Al parecer disfrutaba mucho ejecutando estos macabros actos, en su rostro se fundían expresiones de una difícil, pero a la vez extasiadora tarea que lo impulsaban a mutilar con mucha más fuerza y deseo, como si de eso dependiera su vida. Era una actividad escalofriante y repugnantemente aterradora que efectuaba con gracia y seguridad, porque ya no sentía recelo como en sus primeras matanzas. En sus años mozos se le complicaban las cosas porque aún sentía una pisca de compasión por sus víctimas, al saber que tenía que matarlas cruelmente, pero como era a sueldo, no podía desistir de la encomienda que le encargaban. Definitivamente se notaba que el fogueo que poseía como verdugo se había curtido y adherido más en sus venas, ahora lo hacía con una naturalidad que le bloqueaba cualquier tipo de resaca moral que circundase por sus pensamientos, ya no sentía ni el más mínimo cargo de conciencia al matar y destripar. Este era su modus operandi de lunes a sábado, porque los domingos descansaba como Dios manda.
Después del agotador trajín de machacar huesos y desmenuzar vísceras, había quedado íntegramente salpicado de la espesa sangre, con contextura de cabernet sauvignon, de la voluminosa figura a la que le había cegado la vida. Tenía que deshacerse de la evidencia de una masacre inmisericorde, por eso es que dejó su ropa teñida por el plasma en una lavacara con cloro, de esa manera también la desinfectaba y evitaba que el puñado de moscas lo acosasen de frente y de espaldas. No alcanzó a lavar sus utensilios, a los que ya se le habían pegoteado la sangre y algunos retazos de tendones en las afiladas hojas de acero. Los dejó, inmundos, sobre la mesa de guayacán porque salió corriendo a atender la puerta; ya habían tocado el timbre incesantemente y eso lo sobresaltó. Llegó con un caminar apresurado y torpe a la entrada, abrió la puerta, y lo primero que vio fue el alargado y tenso rostro del detective Arruabarena. La inesperada visita le causó esa sensación de pequeños y crepitantes escalofríos, esos que uno siente cuando se ve enfrentado cara a cara por la ley. El matador no se despegó del umbral.
-Buenos días Alfonso- dijo el detective, ansioso, mientras daba pequeñas ojeadas a los alrededores del lugar por sobre el hombro del sanguinario.
-Buenos días, detective –respondió Alfonso con un pequeño nudo en la garganta-. ¿Qué lo trae por acá?
-Gajes del oficio, nada en particular -argumentó Arruabarena con una voz petulante- Quiero hacerte una pregunta.
- Claro, interrógueme con confianza – replicó el individuo un poco nervioso y entre risas, tratando de evadir la parquedad del oficial.
Arruabarena frunció el ceño con leves aires desconfiados, lo miró directamente a los ojos y llevando la mano derecha hacia el costado, donde tenía enfundada la nueve milímetros, cuestionó a Alfonso.
- De casualidad ¿tienes pierna? –preguntó mientras leía la hoja del mandado que había sacado de su gabardina.
-Justamente, acabo de cortar algunas está mañana y están frescas –Dijo Alfonso.
- Perfecto, dame un kilo. Yo te lo pago en dos días.
2009
Había agarrado todo lo necesario: un punzante gancho, en forma de hoz, que servía para abrirle el esternón al sacrificado y sacarle todas las tripas; un afilado machete de mango amaderado y resquebrajado por el pasar de los años, para tajar de forma ágil las partes donde huesos y cartílagos hacían ardua la labor; guantes quirúrgicos, para no dejar siquiera el recuerdo del tacto fresco de sus manos sometiendo al cadáver; un balde, periódicos de días pasados y aserrín que le servían para poder absorber y recolectar la sangre de las extremidades cercenadas del cadáver, que goteaba como suero de paciente dentro de cuidados intensivos a causa de una fuerte infección pancreática. Había colocado los intestinos encima de la mesa de guayacán cubierta con papel periódico. Estaba con la idea de meterlos en una funda negra, para mantener silenciados los olores de su crimen, de esa manera no lo incriminarían ante un juzgado de narices que habitaban en el mismo bloque de departamentos. Al parecer disfrutaba mucho ejecutando estos macabros actos, en su rostro se fundían expresiones de una difícil, pero a la vez extasiadora tarea que lo impulsaban a mutilar con mucha más fuerza y deseo, como si de eso dependiera su vida. Era una actividad escalofriante y repugnantemente aterradora que efectuaba con gracia y seguridad, porque ya no sentía recelo como en sus primeras matanzas. En sus años mozos se le complicaban las cosas porque aún sentía una pisca de compasión por sus víctimas, al saber que tenía que matarlas cruelmente, pero como era a sueldo, no podía desistir de la encomienda que le encargaban. Definitivamente se notaba que el fogueo que poseía como verdugo se había curtido y adherido más en sus venas, ahora lo hacía con una naturalidad que le bloqueaba cualquier tipo de resaca moral que circundase por sus pensamientos, ya no sentía ni el más mínimo cargo de conciencia al matar y destripar. Este era su modus operandi de lunes a sábado, porque los domingos descansaba como Dios manda.
Después del agotador trajín de machacar huesos y desmenuzar vísceras, había quedado íntegramente salpicado de la espesa sangre, con contextura de cabernet sauvignon, de la voluminosa figura a la que le había cegado la vida. Tenía que deshacerse de la evidencia de una masacre inmisericorde, por eso es que dejó su ropa teñida por el plasma en una lavacara con cloro, de esa manera también la desinfectaba y evitaba que el puñado de moscas lo acosasen de frente y de espaldas. No alcanzó a lavar sus utensilios, a los que ya se le habían pegoteado la sangre y algunos retazos de tendones en las afiladas hojas de acero. Los dejó, inmundos, sobre la mesa de guayacán porque salió corriendo a atender la puerta; ya habían tocado el timbre incesantemente y eso lo sobresaltó. Llegó con un caminar apresurado y torpe a la entrada, abrió la puerta, y lo primero que vio fue el alargado y tenso rostro del detective Arruabarena. La inesperada visita le causó esa sensación de pequeños y crepitantes escalofríos, esos que uno siente cuando se ve enfrentado cara a cara por la ley. El matador no se despegó del umbral.
-Buenos días Alfonso- dijo el detective, ansioso, mientras daba pequeñas ojeadas a los alrededores del lugar por sobre el hombro del sanguinario.
-Buenos días, detective –respondió Alfonso con un pequeño nudo en la garganta-. ¿Qué lo trae por acá?
-Gajes del oficio, nada en particular -argumentó Arruabarena con una voz petulante- Quiero hacerte una pregunta.
- Claro, interrógueme con confianza – replicó el individuo un poco nervioso y entre risas, tratando de evadir la parquedad del oficial.
Arruabarena frunció el ceño con leves aires desconfiados, lo miró directamente a los ojos y llevando la mano derecha hacia el costado, donde tenía enfundada la nueve milímetros, cuestionó a Alfonso.
- De casualidad ¿tienes pierna? –preguntó mientras leía la hoja del mandado que había sacado de su gabardina.
-Justamente, acabo de cortar algunas está mañana y están frescas –Dijo Alfonso.
- Perfecto, dame un kilo. Yo te lo pago en dos días.
2009
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