El florero se elevó y fragmentó la atmosfera de la habitación viciada por el humo de cigarrillos americanos. Aurora no lo podía creer, estaba angustiada y su amarillenta piel había perdido colorido por la impresión de aquel acto paranormal. “¿Será el tío Mauricio pidiendo descansar en paz?”, pensó la exacerbada mujer. En eso su esposo, que le llevaba el desayuno a la cama, la observó y se cuestionó si los medicamentos estaban siendo contraproducentes. “Te dije que no te automedicaras, ahora estás tan blanca como un huevo hervido” La angustia de Aurora se asomaba por esas pupilas de luna nueva, aún no podía asimilar lo que acontecía y trataba de advertirle a su esposo, pero todavía no recuperaba el habla. De repente observó cómo el peine de cerdas gruesas comenzaba a levitar, separándose a unos treinta centímetros de su aparador donde reposaban sus perfumes franceses. “¿Qué es lo que te ocurre! Estas sudando y sudando a cantaros”, dijo el asustado Sebastián, con la charola aún en sus manos. Ella no aguantó más y se desmoronó en un súbito desmayo a causa de la baja en su presión, su cuerpo era ahora la prisión de su miedo. Después de hacerla entrar en sí, Sebastián le preguntó a su mujer el por qué de su estrepitosa reacción, estaba preocupado por esas píldoras que había tomado la noche anterior. “¡Fantasmas! ¡Sebastián, en esta casa están penando!, gritó Aurora en el instante que recuperó la conciencia. Sebastián sonrió y le dijo que se tranquilizase porque después de doce años habitando la casa, era ilógico que los espíritus decidieran mudarse con ellos, y en cierto modo él tenía algo de razón. “Yo no sé, pero juro por diosito santo y misericordioso, que en el momento que centré mi mirada en aquel florero, empezó a flotar y…”, la mirada de Aurora, se dilató nuevamente y perdiendo el habla se desmayó por segunda ocasión. El florero estaba suspendido nuevamente.
2010
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