domingo, 8 de agosto de 2010

Ford - La calle te respeta (Portafolio)


Sala de estar


La ráfaga de viento frío pero amigable invadió la sala, y cuando el reloj de péndulo sobre la pared marrón aún marcaba los últimos quince minutos del crepúsculo, en ese preciso instante se sintió una extraña presencia. El testigo viviente y sensorial más cercano al hecho era aquel manojo de girasoles que se encontraba dentro del florero de porcelana china, justo debajo del espejo con forma de ostensorio que lo reflejaba todo; pero no vigilaba nada. Los tersos pétalos color mostaza de la planta llevaron la peor parte porque les tocó absorber el impacto del soplo de aquella aura, que nuevamente vagó, deambuló, erró y divagó a solas junto a los muebles victorianos y a la lámpara con pantalla cuya forma era la mímesis de una falda muy ajustada.

El espectro de aquella niña vició una vez más el ambiente, y se deslizó por las cortinas inglesas de satín; brindándoles un relieve de oleaje constante a pesar de la falta de brisa del exterior. Ella permaneció siendo nada y al mismo tiempo fue parte de todo. Se fusionó con el grueso cristal que partía la estancia entre el balcón y la sala de estar. Ahí perduró, aguardó y también añoró. La pobre y cándida alma en pena nunca estuvo al tanto de que su vida ya había concluido, mientras seguía esperando admirar – desde hace ya un lustro- ese espectáculo inusitado que tanto la hacía feliz: esperaba hasta el final por ver una intensa lluvia soleada.

Cuña: Capacítate II - Diario El Universo (Portafolio)

Onírica Irónica

Un gran recuadro negro. Eso era lo que cada noche lo atormentaba. Sentía una pequeña pero pesada angustia, así de pesada como la culpa de aquella vez cuando había pensado en insultar a su abuela. Aquel sobresalto le producía una incertidumbre tan grande como la avenida de casi diez carriles que estaba a pocas cuadras de su casa. Ya no sabía qué hacer, porque para él su caso se había agravado con el pasar de las noches desde hace unos cuatro meses atrás. Bernardo no encontraba la fórmula para que su subconsciente emitiera nuevamente alguna imagen, y se estaba convirtiendo en el hombre que, por alguna razón inexplicable, había dejado de soñar.


El panorama se iba tornando más negro, al menos todas las noches que dormía. Sentía que cada vez que sus parpados consumían la luz y colores de su habitación, era como si lo sometiesen y recluyeran en una enorme caja de cartón corrugado, donde la única imagen que podía presenciar era la nada. La nada materializada en la supresión del todo. Un color negro total que no le dejaba espacio ni a grises, ni a claroscuros: simplemente era un penetrante matiz azabache que se esfumaba, únicamente, en los momentos en que su vejiga se convertía en ese ente dictatorial de su cuerpo o también, cuando su reloj biológico y el mecánico manoteaban las pesadas horas, y le avisaban que era tiempo de ir a trabajar. Se levantaba con unas punzadas atrevidas que recorrían todo su sendero cervical. Era el mismo tortícolis que le heredó su padre, y fue heredado no por aspectos genéticos, sino porque usaba aquel vetusto guiñapo que hacía llamar almohada. Esa que su viejo no quiso botar, para poder dársela a Bernardo como un recuerdo antes de pasar a mejor vida. Pero la huella de calientes hincones en la nuca no se comparaba, en lo absoluto, con esa sensación de acantilado vacío que tenía en su mente. Cada vez era más frustrante y desconcertante la situación porque todas las mañanas, frente al espejo, su mente yacía en blanco total debido a que su imaginario había permanecido en negro rotundo, durante toda la noche.


Lavaba su rostro con agua helada para cachetear la somnolencia, y nada; podaba y emparejaba su prominente barba, y nada; hasta cepillaba sus molares, caninos e incisivos sin despegar la mirada del clon diestro que habitaba en el espejo y tampoco lograba, si quiera, recrear una sola idea de nada. Es más, sus esfuerzos de pensar y tratar de escarbar en la gaveta de su memoria eran efímeros. Ya no le quedaba otra que seguir con el mismo automatismo de su vida, y salir de su casa, y caminar hasta la estación del metro, y llegar a su trabajo, y sentarse, y aguardar a que todo el mundo que lo viese se la acercase a comentarle que habían soñado con él. No hay cosa más castrante para la autoestima de alguien que ser parte de los sueños de terceros, y no poder ser siquiera protagonista de los sueños de uno. A lo mejor Bernardo no lo sabe, pero quizás su déficit onírico se deba a una regla básica: para poder soñar mientras duermes, antes debes empezar a soñar despierto.

martes, 2 de febrero de 2010

¿Tele qué?

El florero se elevó y fragmentó la atmosfera de la habitación viciada por el humo de cigarrillos americanos. Aurora no lo podía creer, estaba angustiada y su amarillenta piel había perdido colorido por la impresión de aquel acto paranormal. “¿Será el tío Mauricio pidiendo descansar en paz?”, pensó la exacerbada mujer. En eso su esposo, que le llevaba el desayuno a la cama, la observó y se cuestionó si los medicamentos estaban siendo contraproducentes. “Te dije que no te automedicaras, ahora estás tan blanca como un huevo hervido” La angustia de Aurora se asomaba por esas pupilas de luna nueva, aún no podía asimilar lo que acontecía y trataba de advertirle a su esposo, pero todavía no recuperaba el habla. De repente observó cómo el peine de cerdas gruesas comenzaba a levitar, separándose a unos treinta centímetros de su aparador donde reposaban sus perfumes franceses. “¿Qué es lo que te ocurre! Estas sudando y sudando a cantaros”, dijo el asustado Sebastián, con la charola aún en sus manos. Ella no aguantó más y se desmoronó en un súbito desmayo a causa de la baja en su presión, su cuerpo era ahora la prisión de su miedo. Después de hacerla entrar en sí, Sebastián le preguntó a su mujer el por qué de su estrepitosa reacción, estaba preocupado por esas píldoras que había tomado la noche anterior. “¡Fantasmas! ¡Sebastián, en esta casa están penando!, gritó Aurora en el instante que recuperó la conciencia. Sebastián sonrió y le dijo que se tranquilizase porque después de doce años habitando la casa, era ilógico que los espíritus decidieran mudarse con ellos, y en cierto modo él tenía algo de razón. “Yo no sé, pero juro por diosito santo y misericordioso, que en el momento que centré mi mirada en aquel florero, empezó a flotar y…”, la mirada de Aurora, se dilató nuevamente y perdiendo el habla se desmayó por segunda ocasión. El florero estaba suspendido nuevamente.

2010

Cactus (Portafolio)

Cuña Seminario 2

Cuña Seminario 1

jueves, 14 de enero de 2010

Hisopo 1 (Portafolio)

Hisopo 2 (Portafolio)

Vísceras sobre el guayacán

Comenzó a descuartizar a la cándida víctima poco antes de que cantase el añejo gallo de la esquina. Ya tenía como dos horas en la sangrienta faena, utilizó casi todos sus utensilios de tortura esta vez y sin remordimiento alguno, con una frialdad de mármol, diseccionó en pequeños trozos -algunos parecían simples hilachas- al occiso que había ejecutado días atrás en complicidad de la soledad y el eco de los alaridos del degollado. Parecía una película de horror imposible de recrear, pero a decir verdad, esto sucedía a escasas cuadras del orfanato. Era una escena que se repetía a diario y nadie se alertaba de aquello. Absolutamente nadie tenía registro de que estas repugnantes acciones se llevaban a cabo, porque el victimario trabajaba muy bien, sumergido en las tinieblas de los sueños imperturbables del barrio Magnolia. Lo único que lo podía delatar eran los gruesos telones de moscas, esos que se disipaban cuando habría la ventana de la bodega que daba hacia el callejón oscuro.

Había agarrado todo lo necesario: un punzante gancho, en forma de hoz, que servía para abrirle el esternón al sacrificado y sacarle todas las tripas; un afilado machete de mango amaderado y resquebrajado por el pasar de los años, para tajar de forma ágil las partes donde huesos y cartílagos hacían ardua la labor; guantes quirúrgicos, para no dejar siquiera el recuerdo del tacto fresco de sus manos sometiendo al cadáver; un balde, periódicos de días pasados y aserrín que le servían para poder absorber y recolectar la sangre de las extremidades cercenadas del cadáver, que goteaba como suero de paciente dentro de cuidados intensivos a causa de una fuerte infección pancreática. Había colocado los intestinos encima de la mesa de guayacán cubierta con papel periódico. Estaba con la idea de meterlos en una funda negra, para mantener silenciados los olores de su crimen, de esa manera no lo incriminarían ante un juzgado de narices que habitaban en el mismo bloque de departamentos. Al parecer disfrutaba mucho ejecutando estos macabros actos, en su rostro se fundían expresiones de una difícil, pero a la vez extasiadora tarea que lo impulsaban a mutilar con mucha más fuerza y deseo, como si de eso dependiera su vida. Era una actividad escalofriante y repugnantemente aterradora que efectuaba con gracia y seguridad, porque ya no sentía recelo como en sus primeras matanzas. En sus años mozos se le complicaban las cosas porque aún sentía una pisca de compasión por sus víctimas, al saber que tenía que matarlas cruelmente, pero como era a sueldo, no podía desistir de la encomienda que le encargaban. Definitivamente se notaba que el fogueo que poseía como verdugo se había curtido y adherido más en sus venas, ahora lo hacía con una naturalidad que le bloqueaba cualquier tipo de resaca moral que circundase por sus pensamientos, ya no sentía ni el más mínimo cargo de conciencia al matar y destripar. Este era su modus operandi de lunes a sábado, porque los domingos descansaba como Dios manda.

Después del agotador trajín de machacar huesos y desmenuzar vísceras, había quedado íntegramente salpicado de la espesa sangre, con contextura de cabernet sauvignon, de la voluminosa figura a la que le había cegado la vida. Tenía que deshacerse de la evidencia de una masacre inmisericorde, por eso es que dejó su ropa teñida por el plasma en una lavacara con cloro, de esa manera también la desinfectaba y evitaba que el puñado de moscas lo acosasen de frente y de espaldas. No alcanzó a lavar sus utensilios, a los que ya se le habían pegoteado la sangre y algunos retazos de tendones en las afiladas hojas de acero. Los dejó, inmundos, sobre la mesa de guayacán porque salió corriendo a atender la puerta; ya habían tocado el timbre incesantemente y eso lo sobresaltó. Llegó con un caminar apresurado y torpe a la entrada, abrió la puerta, y lo primero que vio fue el alargado y tenso rostro del detective Arruabarena. La inesperada visita le causó esa sensación de pequeños y crepitantes escalofríos, esos que uno siente cuando se ve enfrentado cara a cara por la ley. El matador no se despegó del umbral.

-Buenos días Alfonso- dijo el detective, ansioso, mientras daba pequeñas ojeadas a los alrededores del lugar por sobre el hombro del sanguinario.
-Buenos días, detective –respondió Alfonso con un pequeño nudo en la garganta-. ¿Qué lo trae por acá?
-Gajes del oficio, nada en particular -argumentó Arruabarena con una voz petulante- Quiero hacerte una pregunta.
- Claro, interrógueme con confianza – replicó el individuo un poco nervioso y entre risas, tratando de evadir la parquedad del oficial.

Arruabarena frunció el ceño con leves aires desconfiados, lo miró directamente a los ojos y llevando la mano derecha hacia el costado, donde tenía enfundada la nueve milímetros, cuestionó a Alfonso.
- De casualidad ¿tienes pierna? –preguntó mientras leía la hoja del mandado que había sacado de su gabardina.
-Justamente, acabo de cortar algunas está mañana y están frescas –Dijo Alfonso.
- Perfecto, dame un kilo. Yo te lo pago en dos días.

2009

Campaña Ponte Mosca - Gran Cóndor y Cóndor de oro Estudiantil 2007 (Portafolio)