domingo, 8 de agosto de 2010

Sala de estar


La ráfaga de viento frío pero amigable invadió la sala, y cuando el reloj de péndulo sobre la pared marrón aún marcaba los últimos quince minutos del crepúsculo, en ese preciso instante se sintió una extraña presencia. El testigo viviente y sensorial más cercano al hecho era aquel manojo de girasoles que se encontraba dentro del florero de porcelana china, justo debajo del espejo con forma de ostensorio que lo reflejaba todo; pero no vigilaba nada. Los tersos pétalos color mostaza de la planta llevaron la peor parte porque les tocó absorber el impacto del soplo de aquella aura, que nuevamente vagó, deambuló, erró y divagó a solas junto a los muebles victorianos y a la lámpara con pantalla cuya forma era la mímesis de una falda muy ajustada.

El espectro de aquella niña vició una vez más el ambiente, y se deslizó por las cortinas inglesas de satín; brindándoles un relieve de oleaje constante a pesar de la falta de brisa del exterior. Ella permaneció siendo nada y al mismo tiempo fue parte de todo. Se fusionó con el grueso cristal que partía la estancia entre el balcón y la sala de estar. Ahí perduró, aguardó y también añoró. La pobre y cándida alma en pena nunca estuvo al tanto de que su vida ya había concluido, mientras seguía esperando admirar – desde hace ya un lustro- ese espectáculo inusitado que tanto la hacía feliz: esperaba hasta el final por ver una intensa lluvia soleada.

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