sábado, 5 de diciembre de 2009

Viral ESPOL -Short list Cóndor 2009 (Portafolio)

Para entender de qué se trata, entren al site: http://www.fenespol.com/



YO-YO Marketing Directo (Portafolio)

Sida - Crucigrama (Portafolio)


Sida - Ahorcado (Portafolio)


Kallesutra - portada (Portafolio)


Kallesutra -contenido (Portafolio)


kallesutra - contenido 2 (Portafolio)


Rutina - Cepillo (Portafolio)


Rutina - Zapato (Portafolio)


Carbohidrato de plomo

En el momento que salió del humeante cilindro metálico ya se preveía cuál iba a ser su desenlace. Un desenlace fatal, un desenlace mortífero y que iba a dejar como saldo una víctima y un prófugo anónimo. Un cuerpo semi inerte y otro que se alió con la incertidumbre, y así fue. En el momento que la bala salió disparada era el principio de una trayectoria que se presta para estudios físicos, pero también era el final de un modelo biológico: era el final de Octavio Villegas.

El estruendo que emitió la Magnum: ese revolver gélido y despiadado, esa arma maligna que se cuela en las vidas de ordinarios asegurándoles protección efímera; resonó a unos 500 metros a la redonda del barrio. Un sonido que hubiese logrado que el más sordo de entre los sordos, milagrosamente, recuperase la audición sólo para poder arrebatársela con esa estridente onda de explosión sónica. Al final el tiro dejó de ser ruido para materializarse en colisión de masas.
El punzante proyectil ingresó a la abultada fisonomía de Octavio desgarrando piel, carne, músculo y arterias para anidarse dentro del bonachón gordito que jamás esperó, jamás imaginó que su cuerpo inundaría la calle cuarta del barrio Magnolia con aquel fluvial sanguinolento. La sangre que emanaba de la voluminosa figura era tan roja como la que imaginamos al escuchar: “por la sangre que derramaron nuestros próceres (…)”. Era tan roja como la sangre falsa que vemos salpicada a litros en películas de horror poco taquilleras. Era una solución plasmática que recorría el pecho de Villegas como un río caudaloso en medio de montañas y valles, surcaba la vereda donde yacía Octavio y desembocaba en la alcantarilla más cercana, logrando que las ratas de allá abajo adquirieran un tinturado capilar extravagante.

Desde su lecho mortal el aún vivo –poco le faltaba ya para que se nos vaya- dio un rápido vistazo a la herida que servía como umbral para que el alma escapase lenta y sigilosamente. Estaba boca arriba como solía acostarse los fines de semana en el sofá para ver la televisión. Se encontraba tendido con tres cuartos de cuerpo dentro de la acera. Tenía la cabeza direccionada hacia su lado izquierdo, con la oreja embonada en su hombro; la pierna zurda estaba derramada fuera del bordillo y la derecha reposaba en el margen generando un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre el concreto, cerca de la palanqueta que había comprado. Su mano izquierda totalmente extendida con la palma hacia el cielo, fuera del cemento peatonal, y la derecha sobre su regazo, fusionada con el torrente sanguíneo que emitía la profunda llaga que equivalía a un segundo ombligo pero más elevado. Atontado, pero consciente hizo un esfuerzo casi atlético para reincorporar la posición cervical correcta y meter la quijada sobre el esternón. Ahí miró su mano con sangre, o mejor dicho, su sangre con mano porque se le había fugado hasta la última gota. Se impresionó y resignado prefirió mirar hacia el oscuro cielo de marzo, esperando que se abriera el zaguán divino.

¿Quién podría pensar que una ordinaria ida donde el panadero cocinaría un hecho tan funesto para Octavio? A lo mejor por eso es que dicen que no sólo de pan debe vivir el hombre porque uno nunca sabe cuándo puede perjudicarlo tanto carbohidrato. Para mayor desgracia de Villegas, quién era policía jubilado, su nocivo incidente no fue provocado por asesinato, sicariato o intento de robo; el plomo, que perforó cual taladro de broca ancha su bazo, era producto de una bala perdida proveniente de un tiroteo policial en plena persecución de pandillas narcotraficantes. Y justamente ese día había comprado la lotería y al final de la jornada el número le jugó. Definitivamente algo que Octavio Villegas ya no podrá aprender es que la muerte, sobrada como ella sola, está tan segura de su triunfo que hasta nos entrega toda una vida de ventaja para alcanzarnos; no obstante es tan mezquina que jamás nos advierte cuán cerca está. Una vez que nos alcanza todo lo vivido se resquebraja como migas de pan.
2009

Cárcel


El crujir turbulento de la corroída y abarrotada puerta metálica confinó al errante sujeto a una desesperación apoteósica. Estaba destinado a ser parte de un minúsculo espacio cavernoso, que sofocaba lentamente sus vociferaciones y lamentos por libertad. Las cañas de acero de dos centímetros de grosor, que lo perpetuaban a una oscura catacumba, estaban frías y gélidas como la sensación de angustia que nos invade cuando entramos en paralizante pánico. A duras penas y soportaba aferrarse fuertemente a los barrotes, porque sentía que el congelante metal le quemaba las manos. Ahora estaba furibundo por la desolación que le causaba la privación de aires libertarios, y no le importaba ya nada. No le importaba quedar calcado junto a las vigas de la celda.

Los crepitantes estallidos emocionales que lo embargaban, a ratos, eran los causantes de su paranoia. Después de tres semanas en la deplorable prisión, su rostro se había alargado y endurecido a causa del frío; sus ojos estaban saltones, y dibujaban un fluvial de venillas rojas a causa del insomnio; sus cuerdas bucales casi que habían sido seccionadas por el calor de sus alaridos. Sus huesos se habían debilitado por las noches que permaneció en pie: invocando irritado al sicótico eco que se consumía, después de un par de repeticiones, dentro de las paredes pedregosas. No quería comer, no quería dormir; sólo quería que sus manos mutaran en enormes alicates para poder amputar las cilíndricas barras. Sin embargo ya se le estaban acabando las fuerzas. Era casi como un muerto con pequeños exabruptos de vitalidad. Ya estaba fusionándose con la bóveda de piedra, se estaba enraizando al lodoso piso que le iba chupando la sensatez de a poco como arenas movedizas. ¿Será que la resignación mantuvo en un cruel sopor su deseo de gritar justicia?


2009

Sólo en el país que le permite a Ripley seguir publicando esos enormes almanaques de insólitos


Tratar de conquistar el mundo con quince asquerosos minutos de fama: Describiendo la psiquis de un roba pantalla.

He estado gritando por más de una hora y descargando sonoras carcajadas, pero no sucede nada. He optado por brincar como un caballo desbocado repleto de pulgas o incluso he plagado mi rostro de muecas para expresar, de una forma creativa, mis estados anímicos y tampoco sucede nada, ni la más mínima mirada; nada en absoluto. Al parecer me estoy quedando corto de repertorio. Creo que debo añadirle un variado combinado de bromas pesadas y artilugios excéntricamente disparatados, como un sombrero o un par de tirantes para ver si así funcionan como talismán de ojos, ya que por el momento las miradas del mancomunado se enceguecen cuando sienten mi presencia. Debo ser recordado, debo ser recordado. ¡Mmm!, la verdad ya no sé que más inventar, quizás pueda retomar lo que, a solas y encerrado en mi guarida, aprendí con mi curvilínea compañera. Esa hermosa caja de resonancia que se ha empolvado en mi casa y que hace mucho que no hago vibrar. ¡Sí! ¡Eso es! Voy a saltar al estrellato, agarraré mi guitarra y me abriré paso entre la apática muchedumbre con el rugir de mis explosivos acordes, dinamitando así el silencio y extasiando sus sentidos. A la gente le gusta los músicos, bueno yo no soy muy afinado que digamos, pero el talento siempre sale y realza cuando uno quiere darse a conocer. ¡Sí!, seré un ícono, un ídolo, un semidiós entre mortales: seré reconocido al fin. Por más que digan que soy inexperto o considerado un amateur, yo me ganaré el respeto de todos. ¡Muajajajajaja!, así dominaré y controlaré la mente de quienes me han ignorado en todo este tiempo. Seré como aquel chico de la flauta que dominaba el accionar de los animales con el melodioso silbido de su fálico instrumento, no recuerdo cómo se llamaba, pero así o inclusive mejor seré. Pero bueno, basta de tanta palabrería porque de buenas intenciones está lleno el infierno. Aquí voy. Me sentaré en una esquina, y escucharán mi hipnótica composición. ¡Mierda! Nadie me mira. Todos están anestesiados con sus insulsas conversaciones dentro de sus estúpidos guetos, y no reaccionan ante mi llamado de atención. Nadie me mira. No soy nadie para ellos. ¿Por qué Dios! ¿Por qué no significo nada para ellos! ¿Es que acaso soy un vil lastre, un payaso errante al que nadie quiere alumbrar ni acoger con el reflector de sus pupilas, ni siquiera por el simple hecho de estar siendo devorado por el león del circo? No hace falta que me respondas, porque igual me rindo. Así es, como escuchaste, me doy por vencido. Ya me di cuenta que no seré nada ni nadie para ellos. No hay manera alguna de hurtar su impermeable atención. No hay cómo hacer que volteen y me contemplen, y ya me di cuenta de eso. Ya se me acabaron las ganas de querer ser visto. No lo volveré a repetir más, ya que nada me motiva a hacerlo. No me importa si sólo fui observado por aquel individuo que por cada uno de mis movimientos hacía danzar un bolígrafo sobre su cuaderno, aparentemente capturando mi momento. No me importa si fue mi único y último espectador. Aquí se cierra el telón. La función terminó.
2009

La terapia en grupo continua. el tema de hoy es: ¿Cómo ha repercutido el lado oscuro en mi vida?


Recetas del Doctor Mata Lozano

-¡Agárrelo con fuerza, carajo!
-¡Eso intento doctor, pero este chiquillo se mueve como gusarapo!
-¡Que lo agarre le estoy diciendo, no ve que no quiere tomarse el jarabe y casi me propina soberana patada que pudo haber puesto en riesgo mis patrimonios masculinos!
Este era el tipo de jornadas médicas que soportaba a diario el doctor Edmundo Mata Lozano. Jornadas que eran experiencias únicas, eran consagraciones terapéuticas sin pisca alguna de lógica científica, pero que al final del día funcionaban con una peculiar astucia y recursividad para curar aflicciones traumáticas, reumáticas, intestinales, por males de ojo y algunas que otras más que constan en su palmarés. Definitivamente sus grandes anécdotas e historias de consultorio lo llevaron a convertirse en el médico estrella de la pequeña comunidad La Dolorosa.

El famoso doctor, era de contextura delgada y marionética, con el pelo negro deslumbrante como el betún de lustrabotas callejero y tenía un bigote particular que obligaba a más de uno a hacer memoria por si a lo mejor la peinilla de bolsillo habría quedado en el velador esa mañana. Era un hombre apasionado -desde que era un mocoso- por su profesión, la cual ejercía sin siquiera haber pisado suelo universitario. Por eso es que su modus operandi se remitía a las curaciones caseras y asociaciones lógicas que había aprendido desde niño en su hogar, y a un viejo recetario ancestral que le había proporcionado su abuela, la curandera de algunos pueblos aledaños, antes de morir. De ahí radica el apelativo que mucha gente había elaborado para construir una imagen que perdurase en su imaginario: “el shamán de batón blanco”.

Cincuenta y uno eran los años que Dios le había regalado en este mundo y un poco más de treinta haciendo lo que mejor sabía hacer: curar a la gente sin tener la menor idea de saber lo que estaba haciendo, eso lo llenaba de orgullo. Pero era su forma empírica de hacer y conocer las cosas lo que le brindaba un posicionamiento ejemplar y la facultada de poseer uno que otro lujo que quizás al comenzar su carrera hubiese sido astronómicamente lejano de imaginar. Ahora tenía su propio consultorio con las paredes abarrotadas no de títulos médicos, sino de fotos y pósteres del Lesiones Fútbol Club, equipo de sus amores; uno de esos esqueletos -que para él, todo médico debía tener- colgando cual guirnalda y que servía también de perchero; y finalmente, una joven y servicial enfermera. Ella era Menarquia Rojas, estudiante del cuarto semestre de medicina de la Universidad Metropolitana. Delgada y casi frágil como una maría palito, tenía unos ojos verdes que se convertían en oasis de miradas coquetas y un trasero bellamente perfilado que era un talismán acaparador de silbidos y piropos. Le gustaba inflar guantes quirúrgicos, era una amante de la gelatina verde y una vez cada treinta tenía un cambio violento y tempestuoso en su personalidad. Rojitas, como le decía el doctor, disfrutaba de su trabajo. Esa satisfacción de estar a disposición de los que más necesitaban un sano consejo consolador de incertidumbres, una sobajeada con bengay en un músculo susceptible o una mano apaciguadora en la frente que dictamine si el estado de calentura se prestaba para preocupaciones. Sin embargo el singular operar de su empleador y tutor, la hacían dudar y recurrir más de una vez los colosales textos con los que a diario se quemaba las pestañas en la escuela de medicina.

Era impresionante cómo este par se abastecía para atender de manera ágil y personalizada a las doscientas treinta y tres personas “y media” que habitaban en La Dolorosa. Y eran “y media” porque Juanita Dolores Alache, la vendedora de batidos frutales, tenía casi nueve meses de embarazo y un barrigón que ya se lo contaba como persona aparte. Además era el primer niño que nacería después de 20 años en la vieja comunidad y por eso tenía una atención especial por parte de Mata Lozano.

No había persona en el pueblo que no hubiese pasado por las manos sanadoras y poco ortodoxas de su médico de confianza, quien con su estetoscopio de juguete, instrumente insigne que guindaba y se balanceaba como péndulo de reloj antiguo en su pecho, había enfrentado grandes casos y les había encontrado una cura eficaz; rara, pero eficaz. Tal es la historia de Don Casimir, el relojero de una de las cuatro esquinas que tenía el pueblo (porque era una sola calle larga), quien hace un par de años se había pegado una abrumadora borrachera a punta de cerveza de raíz. Los estragos de aquella brutal alcoholizada no fueron hepáticos, sino de un carácter más gaseoso, ya que se ganó uno de esos hipos crónicos y agudos con el cual convivió por 3 semanas. Ante tan bizarro asunto, Edmundo recordó que cuando niño su abuela le pegaba un pedacito de papel en la frente para que se le curase el hipo. Entonces, llegó a la sabia conclusión de que si una minúscula piltrafa de hoja textual sobre la frente tenía el poder de disipar un pequeño espasmo diafragmático, pues, un pliego entero o quizás la primera plana del diario colocado como turbante árabe sería el triple de eficiente y contundente para el colosal caso de “hipocondría” como lo había denominado el folclórico médico. Curiosamente, después de unos días Don Casimir volvió a la normalidad y ahora no se olvida del turbante de periódico cada vez que va a la cantina a embriagarse.

También está registrada la historia de Gregorito: el hijo de la señora Judith, mejor conocida como la madrina. Este apelativo se lo ganó gracias a la sazón y manera jovial de atender el negocio de comida típica que hizo que más de un comensal empiece a adjudicarse el titulo de ahijado feliz y satisfecho. Lo que le aconteció a Gregorito es muy particular porque una mañana como cualquiera, el pequeño simplemente amaneció sin poder hablar. Era raro porque no padecía de resfriado que le hubiese resecado las cuerdas vocales y mucho menos poseía amígdalas inflamas. Simplemente perdió la capacidad y la voluntad del habla y su madre lo llevó al consultorio de Mata Lozano. Esas eran las fechas en que Rojitas recién tenía un par de semanas como asistente del excéntrico especialista y desde ese instante empezó a evidenciar su extraño proceder.

-¡Señorita Rojas, abra el cajón de la repisa y alcánceme un cuchillo!
- Pero Doctor, ¿no sería mejor examinar primero al paciente para saber si no se trata de alguna faringitis aguda?
- ¡Usted sólo haga caso a lo que le digo y páseme el chuchillo!
- Enseguida, doctor.
Menarquia no imaginaba el uso práctico que se le pudiera dar al utensilio corto punzante y de empleo culinario en una situación tan sencilla de análisis y diagnóstico como en la que se encontraban, sin embargo fue obediente con en el presuroso y déspota encargo del doctor, mientras este sentaba al pequeño en el antiquísimo catre de tela verde donde solía atender a cada paciente. Acto seguido empezó a sacar un jarrón de café, una tabla para picar, cebollas, ajo, miel y limones de una hielera térmica playera azul que se encontraba junto al catre.

Comenzó a picar las cebollas y el ajo de tal manera que parecía un chef alabado por la crítica gourmet parisina. Los colocó en el jarrón y exprimió los limones, y los mezcló junto con la miel logrando así una sustancia maleable y agridulce que fuese el lubricante ideal para que la faringe y laringe pierdan la resequedad, pero claro, él elaboraba todo esto sin saber el dato que daría mejor fundamento médico a un casero menjunje que tenía un sabor tan penetrante y ácido, y que según su fallecida abuela hacía hablar hasta al más devoto y silencioso de los monjes tibetanos. Así fue como Edmundo aprendió de niño que hacerse el enfermo de la garganta para faltar a clases tenía su amarga recompensa. Y si resultó con él, entonces resultaría con Gregorito y efectivamente así fue. Después de veinte minutos de lucha con la inquieta y escurridiza creatura, optaron por agarrarlo con fuerza, doblegarlo con la cabeza hacia atrás como en posición para hacer gárgaras, le taparon la nariz y le vertieron rápidamente el viscoso brebaje en su media abierta boca. No pasaron ni tres segundos contados por reloj hasta que se escuchó un repentino grito de repulsión seguido de un par de arcadas falsas que todo niño fabrica para connotar su desaprobación por algo que ingirió.

Fueron estas y muchísimas anécdotas más con las que Edmundo Mata Lozano se demostraba a si mismo que no hacía falta un título de medicina acreditado cuando todo un pueblo le daba crédito y le entregaba la confianza para que fueran sus manos las que los curaran. Unas manos amigas que eran capaces de limpiar y sanar cualquier cortada con papel o rasguño, eran oportunas para arremeter contra males triviales que atacaban a la mayoría de las personas en el pueblo, pero definitivamente no eran las apropiadas para atender lo que se les iba a venir encima una noche fría de noviembre. Aquí sí iba a pesar de forma abrumadora la expedita inexperiencia que el doctor Mata Lozano poseía. Simplemente llegó el momento en que la vida le dijo a Edmundo: “Zapatero, a tu zapato”, y le dejó en bandeja de plata un hecho médico que jamás había atendido en su pipiola vida de salvador y por el cual había rezado para que nunca le tocase atender. Esta vez sería un parto el que pusiera a temblar al gran shamán de batón blanco.

Tenía la cura para una casual gripe dominguera, para una rasquiña compulsiva en lugares íntimos, para el mal olor de los pies, inclusive para elevar el desempeño amoroso de algunos pacientes; todas esas recetas las tenía atesoradas en ese preciado documento heredado por la abuela. Tenía esquemas y pautas hogareñas de cómo mejorar vidas, pero no de cómo traerlas al mundo porque era la única situación que al ser hipotéticamente pensada por él, lo hacía dudar de sus dotes, habilidades y ejercicios clínicos empíricos. No obstante ya iba a llegar la hora en que La Dolorosa se consolidase como una población de doscientas treinta y cuatro personas porque a Juanita Dolores Alache ya se le había roto la fuente.

Eran las nueve de la noche cuando la preñada llegó con las últimas contracciones al consultorio. En ese momento Menarquia estaba haciendo su turno nocturno, compartiendo la noche en vela con los estragos y sobresaltos cascarrabiéticos de su vez en mes.
-¡Doctor, véngase volando al consultorio, tenemos una emergencia!
- ¿De qué tipo?
- ¡No pregunte tanto y venga de inmediato!
- Señorita Rojas no voy a permitir que…
- ¡Es un parto! Juanita va dar a luz, y ya rompió la fuente… ¿Doctor, me Escuchó? ¿Hola?

El doctor Mata Lozano había quedado petrificado. Era un muerto viviente aderezado al auricular de su teléfono. Quedó perplejo al escuchar el fortuito que le esperaba y terminó en un súbito shock emocional que le duró un par de segundos, sin embargo no le quedó otra que afrontar el huracanado panorama que se le advenía: Una mujer a punto de parir y una asistente malhumorada gracias a los famosos cólicos femeninos. Qué más podía pedir.

Cuando llegó a su consultorio se encontró con el caos más grande de su historia y sintió el miedo más paralizante de toda su vida. Lo primero que vio fue a la pobre embarazada abierta de piernas cual compás escolar y llevando un ritmo de respiraciones que se entremezclaban con un ritmo determinado de alaridos. Ese cuadro lo aterró porque su peor pesadilla se había materializado y sintió que no tenía la capacidad de coger las riendas de la situación, y en verdad no la tenía. Así que se sentó en su silla y ni los gritos desgarradores de Juanita lograron que vuelva en sí. Estaba ido, tal cual como un televisor cuando está encendido, pero sólo emite una señal perturbante de estática.
-¡Doctor, por favor haga algo!
-No puedo hacerlo, simplemente no puedo.
-¿Está usted loco? ¡Esta mujer está a punto de alumbrar al primer niño en veinte años a este estéril pueblo y usted está sentado cual guiñapo en su escritorio!
-Tengo Miedo. No puedo hacerlo.
-¡Por favor, no puede ser tan marica! ¿Es que acaso una simple dilatación uterina le da asco o qué?
-Es que no soy médico de verdad. Nunca lo he sido y a lo mejor nunca lo seré. No estoy capacitado en lo absoluto para esto y otras cosas más.

Con esta confesión hasta Juanita Dolores se olvidó que tenía un bebé en camino y dejó de gritar salvajemente por las contracciones, ya que el contundente testimonial la había dejado pasmada al igual que a Rojas. Fue una declaración que hoy más que nunca hacía sentido para Menarquia. Ahora entendía que esa extravagante práctica que lo hacía querido al doctor no era normal, ni del todo sana. Sólo había tenido un poco de suerte, un poco de suerte que le duró treinta y dos años y había ayudado a Mata Lozano a tener un reconocimiento inmerecido. Sin embargo tuvo un conflicto emocional porque comprendió que los actos que con todo derecho podían denominarse negligencia y mala práctica médica, estaban un poco justificados por el propósito con que los hacía. Simplemente rendía un servicio fiel y desinteresado a su comunidad. Y un título de medicina no sirve de nada mientras no se esté presto a desvivirse por la vida de los demás, esa era la filosofía que convertía en un doctor de verdad a Mata Lozano y Menarquia Rojas ya lo había entendido de esa manera.
-Doctor Mata, vamos a hacer esto juntos y vamos a traer al niño.
-Pero yo no sabría por dónde empezar…
- ¡Maldita sea, no haga enojar a una mujer con los achaques del mes y siga mis instrucciones!

Menarqui sacó un gran y pesado libro de biología humana, y fue así como la sumisa enfermera invertía los papeles para convertirse en la doctora que siempre soñó. Pero más que una doctora fue una espectacular catedrática para Edmundo, ya que le dictaba e impartía pasos minuciosos de qué hacer y qué no para salvar la vida del niño y su madre. Era una máquina de conocimiento y fue, por decirlo de alguna manera, los ojos clínicos de Edmundo durante las 2 horas de parto. Al final el grito de una mujer extenuada y desesperada se cegó para dar paso al prometedor llanto de un bebé recién nacido. La misión había sido cumplida y una linda niña de nombre Milagros fue la que le regaló la oportunidad de abrir los ojos a Edmundo y recapacitar que aún no era demasiado tarde para estudiar y convertirse en lo que siempre había practicado, pero que en realidad no era.

Pasaron 6 años y Edmundo Mata Lozano ya era un médico hecho y derecho. De profesión y de vocación. Ya era el autentico doctor que buscaba improvisadamente ser el amigo confiable e incondicional de las personas y no el amigo que buscaba ser doctor improvisado. De a poco su consultorio fue teniendo un mejor balance entre los títulos y los pósteres de su equipo. Menarquia dejó de ser su enfermera para ser su colega y socia. Y con respecto a las recetas de su abuela, decidió quemarlas porque ahora tenía el poder y capacidad de recetar apropiadamente mediante un análisis y diagnostico pertinente de cada paciente que buscaba ayuda.

- Veamos. Abra la boca y diga ah.
- ¿Cómo está mi garganta, doctor?
-Bastante irritada. Al parecer tiene las amígdalas con pus y creo que se podría tratar de un caso de faringitis aguda.
- ¿Es muy grave?
-Nada que reposo y medicamento disciplinado no puedan curar. Esta es una enfermedad típica en los músicos. ¿Es usted músico, ha estado de gira todo el mes y tiene una presentación la próxima semana, verdad?
-Así es. Me ha dejado sorprendido porque aparte de médico es usted adivino, doctor.
- No, nada de adivino. Este ojo clínico se gana con estudio y la revisión minuciosa de cada paciente. ¿Igual, cuénteme qué instrumento toca?
- La pandereta, doctor.

2009

Susana y los arranques nostálgicos de su mochila susceptible

Era una de esas tantas tardes rojizas en el barrio. Los columpios eran la sensación del día como de costumbre, las cogidas continuaban con las mismas madrinas de hace algunos años y a la salida de la escuela un balón de fútbol atraía como imán a una avalancha de niños mientras Susana caminaba a casa, hasta que algo muy misterioso sucedió.
-¡Susana! ¡Hey, Susana! –se escucho un voz ronca y pesada.
- Si, aquí atrás. Soy yo, tu mochila. El pedazo de lona abultada y remachada con la que tienes que cargar todos los días.

Susana presentía que la voz difusa y siniestra quería entablarle una conversación o quizás un pequeño monólogo, pero pensó que se trataba de los estragos de un día aburrido y que su imaginación simplemente quería extraditarse de la monótona jornada de clase; sin embargo la voz seguía increpándola.
-Susana, no me ignores porque el hecho de que todos los días abras y cierres mi boca a tu antojo no me quita la facultad de poder desalinear mi gran dentadura y decirte un par de cosas.
La voz, que a decir verdad, sí provenía de su mochila cada vez se hacía más firme y audible para la pequeña Susana. Esto la comenzó a inquietar, pero nunca perdió la calma y siguió caminando a casa mientras aquella maleta rosa pastel seguía mencionándole cosas.
-¿Sabes algo? –dijo la mochila con un tono más apacible, pero evidenciando malicia-. Nos conocemos desde hace mucho y hemos sido compañeras de trayectorias por algunos trimestres; sin embargo hoy estás sintiendo algo que antes no habías experimentado, y sí, estoy más pesada que nunca y tú lo sientes. Sientes como si yo estuviera hecha de cemento, como si tus amigos me hubiesen rellenado con la tierra y piedras de la canchita de fútbol, como si absolutamente todos los deberes de matemáticas que envía la señorita Rodríguez estuvieran archivados aquí, o tal vez como si dentro llevara sentado a Ronny, el niño gordo del paralelo C. De cualquier manera, no creo que tus piernecillas soporten más tanto peso. Mejor siéntate, o terminaras con la escoliosis más severa del barrio, ganándole así a Don Jonás, el lechero jorobado y mal humorado.
Extraordinariamente Susana empezó a padecer al pie de la letra todo lo que la malvada ánfora de libros le iba narrando, más aún imaginar su figura contorsionada y con una prominente tutuma parecida a la del lechero del barrio hizo que, jadeante y sudorosa, optara por detenerse y sentarse en la vereda para quitarse de encima el bulto que cruelmente la acosaba.
-Ya era hora –dijo la pesada masa rosa repleta de textos-. No sabes lo feo que es sentir que te dan la espalda mientras quieres exponer cosas muy importantes.
-¡¿Qué es lo que quieres y por qué estás haciendo esto?! –replicó Susana triste, pero severa.
-Tú sabes perfectamente lo que quiero –replicó la vieja mochila con tono melancólico-. Yo quiero seguir siendo tu cálida amiga que abrazas en las mañanas de autobús; tu gran saquillo de letras y números donde no hay libro, por más baldor algebraico y pesado que sea, que no quepa aquí; quiero seguir siendo la cómplice de buenas calificaciones que escondes dentro para sorprender a tu mamá; quiero que Sally, tu muñeca, siga viajando segura a la playa dentro mí, evitando así la cruel y salvaje extorsión que sufriría en el hocico de Lucas, el french de la abuela; en fin, lo único que quiero es que no me olvides Susana, es sólo eso.
Susana levantó ligeramente la cabeza para contemplar a la emocional mochila y con sus ojos casi derretidos debido a la nostalgia que le causó el discurso de su fiel compañera de espalda, aún no encontraba las palabras precisas para continuar con la conversación más extraña, pero sin duda la más sentimental que tendría en su vida.
-Aún no entiendo –expreso Susana-. ¿Qué te hace pensar que voy a olvidarte?
-No me fabricaron ayer, Susana –rápidamente contestó la petaca tomando impulso para seguir enunciando-. Seamos realistas, ya faltan 3 semanas para que termines la primaria, salgas de vacaciones, luego entraras al colegio y te olvidarás de mí. Sí, te olvidarás de esta sucia, vieja, parchada e infantil mochila que no podrá ser parte de tu vida nunca más. Yo lo sé, yo sé que me vas a reemplazar y que terminaré en el mismo baúl donde ahora están las pijamas y blusas que usaste hasta que cumpliste los doce. Sé también que de a poco me has ido desvalorizando sólo porque el compartimiento dónde guardas tus plumas y pinceles te ha causado inconvenientes al abrirlo. Pero lo que me resulta más doloroso es escucharte suplicar para que en navidad puedan regalarte una de esas modernas: las que tienen bolsillos más amplios y novedosos para llevar cualquier tipo de aditamento y accesorios de tecnología. Por eso siento que me desfondo lenta y súbitamente.
Susana agachó la mirada y no tuvo más remedio que pedirle perdón a su entrañable compañera de viajes y que ahora entendía cuan especial llega a ser la primera mochila escolar para un niño o niña. Ella no lo sabía, pero sin quererlo estaba desvaneciendo lindos recuerdos y memorables anécdotas junto a su fiel amiga debido a los cambios que acarrea la pubertad; sin embargo la mochila, sumergida en un delirio sentimental, optó por una decisión muy dura.
-Susana –dijo el perturbado saco de cuadernos-. Ya no puedo caminar más contigo. Es aquí donde te quito mi peso de encima y te digo adiós.
-¡No, por favor no digas eso! –dijo Susana rompiendo en un mar de lágrimas.
- Es lo mejor para las dos –le contestó su mochila-. Yo no quiero sufrir esperando que llegue el día en que me dejes en la percha, porque aunque me digas que nunca lo harás las dos sabemos que ya no eres una niña, que seguirás creciendo y yo seré un simple equipaje escolar diseñada únicamente para la personita que ya dejaste de ser. Es mejor para mí hacerme a un lado desde ya y recordándote como la pequeña que me llenó no sólo de libros, sino de cariño. En verdad quiero recordarte así y no verte crecer porque mientras más creces más burda y ridícula seré para ti. Adiós Susana, es tiempo de que sigas creciendo sin mí.
Susana metió su mano por última vez dentro del fondón rosa, extrajo sus libros, cuadernos, plumas y pinceles, y se marchó llorando a su casa. A partir de aquel día se dice que ella nunca más utilizó mochila, todo lo anotaba en una gran carpeta repleta de hojas, al parecer era su manera de rendirle tributo a la que guardó sus espaldas toda su infancia.

2009