-¡Agárrelo con fuerza, carajo!
-¡Eso intento doctor, pero este chiquillo se mueve como gusarapo!
-¡Que lo agarre le estoy diciendo, no ve que no quiere tomarse el jarabe y casi me propina soberana patada que pudo haber puesto en riesgo mis patrimonios masculinos!
Este era el tipo de jornadas médicas que soportaba a diario el doctor Edmundo Mata Lozano. Jornadas que eran experiencias únicas, eran consagraciones terapéuticas sin pisca alguna de lógica científica, pero que al final del día funcionaban con una peculiar astucia y recursividad para curar aflicciones traumáticas, reumáticas, intestinales, por males de ojo y algunas que otras más que constan en su palmarés. Definitivamente sus grandes anécdotas e historias de consultorio lo llevaron a convertirse en el médico estrella de la pequeña comunidad La Dolorosa.
El famoso doctor, era de contextura delgada y marionética, con el pelo negro deslumbrante como el betún de lustrabotas callejero y tenía un bigote particular que obligaba a más de uno a hacer memoria por si a lo mejor la peinilla de bolsillo habría quedado en el velador esa mañana. Era un hombre apasionado -desde que era un mocoso- por su profesión, la cual ejercía sin siquiera haber pisado suelo universitario. Por eso es que su modus operandi se remitía a las curaciones caseras y asociaciones lógicas que había aprendido desde niño en su hogar, y a un viejo recetario ancestral que le había proporcionado su abuela, la curandera de algunos pueblos aledaños, antes de morir. De ahí radica el apelativo que mucha gente había elaborado para construir una imagen que perdurase en su imaginario: “el shamán de batón blanco”.
Cincuenta y uno eran los años que Dios le había regalado en este mundo y un poco más de treinta haciendo lo que mejor sabía hacer: curar a la gente sin tener la menor idea de saber lo que estaba haciendo, eso lo llenaba de orgullo. Pero era su forma empírica de hacer y conocer las cosas lo que le brindaba un posicionamiento ejemplar y la facultada de poseer uno que otro lujo que quizás al comenzar su carrera hubiese sido astronómicamente lejano de imaginar. Ahora tenía su propio consultorio con las paredes abarrotadas no de títulos médicos, sino de fotos y pósteres del Lesiones Fútbol Club, equipo de sus amores; uno de esos esqueletos -que para él, todo médico debía tener- colgando cual guirnalda y que servía también de perchero; y finalmente, una joven y servicial enfermera. Ella era Menarquia Rojas, estudiante del cuarto semestre de medicina de la Universidad Metropolitana. Delgada y casi frágil como una maría palito, tenía unos ojos verdes que se convertían en oasis de miradas coquetas y un trasero bellamente perfilado que era un talismán acaparador de silbidos y piropos. Le gustaba inflar guantes quirúrgicos, era una amante de la gelatina verde y una vez cada treinta tenía un cambio violento y tempestuoso en su personalidad. Rojitas, como le decía el doctor, disfrutaba de su trabajo. Esa satisfacción de estar a disposición de los que más necesitaban un sano consejo consolador de incertidumbres, una sobajeada con bengay en un músculo susceptible o una mano apaciguadora en la frente que dictamine si el estado de calentura se prestaba para preocupaciones. Sin embargo el singular operar de su empleador y tutor, la hacían dudar y recurrir más de una vez los colosales textos con los que a diario se quemaba las pestañas en la escuela de medicina.
Era impresionante cómo este par se abastecía para atender de manera ágil y personalizada a las doscientas treinta y tres personas “y media” que habitaban en La Dolorosa. Y eran “y media” porque Juanita Dolores Alache, la vendedora de batidos frutales, tenía casi nueve meses de embarazo y un barrigón que ya se lo contaba como persona aparte. Además era el primer niño que nacería después de 20 años en la vieja comunidad y por eso tenía una atención especial por parte de Mata Lozano.
No había persona en el pueblo que no hubiese pasado por las manos sanadoras y poco ortodoxas de su médico de confianza, quien con su estetoscopio de juguete, instrumente insigne que guindaba y se balanceaba como péndulo de reloj antiguo en su pecho, había enfrentado grandes casos y les había encontrado una cura eficaz; rara, pero eficaz. Tal es la historia de Don Casimir, el relojero de una de las cuatro esquinas que tenía el pueblo (porque era una sola calle larga), quien hace un par de años se había pegado una abrumadora borrachera a punta de cerveza de raíz. Los estragos de aquella brutal alcoholizada no fueron hepáticos, sino de un carácter más gaseoso, ya que se ganó uno de esos hipos crónicos y agudos con el cual convivió por 3 semanas. Ante tan bizarro asunto, Edmundo recordó que cuando niño su abuela le pegaba un pedacito de papel en la frente para que se le curase el hipo. Entonces, llegó a la sabia conclusión de que si una minúscula piltrafa de hoja textual sobre la frente tenía el poder de disipar un pequeño espasmo diafragmático, pues, un pliego entero o quizás la primera plana del diario colocado como turbante árabe sería el triple de eficiente y contundente para el colosal caso de “hipocondría” como lo había denominado el folclórico médico. Curiosamente, después de unos días Don Casimir volvió a la normalidad y ahora no se olvida del turbante de periódico cada vez que va a la cantina a embriagarse.
También está registrada la historia de Gregorito: el hijo de la señora Judith, mejor conocida como la madrina. Este apelativo se lo ganó gracias a la sazón y manera jovial de atender el negocio de comida típica que hizo que más de un comensal empiece a adjudicarse el titulo de ahijado feliz y satisfecho. Lo que le aconteció a Gregorito es muy particular porque una mañana como cualquiera, el pequeño simplemente amaneció sin poder hablar. Era raro porque no padecía de resfriado que le hubiese resecado las cuerdas vocales y mucho menos poseía amígdalas inflamas. Simplemente perdió la capacidad y la voluntad del habla y su madre lo llevó al consultorio de Mata Lozano. Esas eran las fechas en que Rojitas recién tenía un par de semanas como asistente del excéntrico especialista y desde ese instante empezó a evidenciar su extraño proceder.
-¡Señorita Rojas, abra el cajón de la repisa y alcánceme un cuchillo!
- Pero Doctor, ¿no sería mejor examinar primero al paciente para saber si no se trata de alguna faringitis aguda?
- ¡Usted sólo haga caso a lo que le digo y páseme el chuchillo!
- Enseguida, doctor.
Menarquia no imaginaba el uso práctico que se le pudiera dar al utensilio corto punzante y de empleo culinario en una situación tan sencilla de análisis y diagnóstico como en la que se encontraban, sin embargo fue obediente con en el presuroso y déspota encargo del doctor, mientras este sentaba al pequeño en el antiquísimo catre de tela verde donde solía atender a cada paciente. Acto seguido empezó a sacar un jarrón de café, una tabla para picar, cebollas, ajo, miel y limones de una hielera térmica playera azul que se encontraba junto al catre.
Comenzó a picar las cebollas y el ajo de tal manera que parecía un chef alabado por la crítica gourmet parisina. Los colocó en el jarrón y exprimió los limones, y los mezcló junto con la miel logrando así una sustancia maleable y agridulce que fuese el lubricante ideal para que la faringe y laringe pierdan la resequedad, pero claro, él elaboraba todo esto sin saber el dato que daría mejor fundamento médico a un casero menjunje que tenía un sabor tan penetrante y ácido, y que según su fallecida abuela hacía hablar hasta al más devoto y silencioso de los monjes tibetanos. Así fue como Edmundo aprendió de niño que hacerse el enfermo de la garganta para faltar a clases tenía su amarga recompensa. Y si resultó con él, entonces resultaría con Gregorito y efectivamente así fue. Después de veinte minutos de lucha con la inquieta y escurridiza creatura, optaron por agarrarlo con fuerza, doblegarlo con la cabeza hacia atrás como en posición para hacer gárgaras, le taparon la nariz y le vertieron rápidamente el viscoso brebaje en su media abierta boca. No pasaron ni tres segundos contados por reloj hasta que se escuchó un repentino grito de repulsión seguido de un par de arcadas falsas que todo niño fabrica para connotar su desaprobación por algo que ingirió.
Fueron estas y muchísimas anécdotas más con las que Edmundo Mata Lozano se demostraba a si mismo que no hacía falta un título de medicina acreditado cuando todo un pueblo le daba crédito y le entregaba la confianza para que fueran sus manos las que los curaran. Unas manos amigas que eran capaces de limpiar y sanar cualquier cortada con papel o rasguño, eran oportunas para arremeter contra males triviales que atacaban a la mayoría de las personas en el pueblo, pero definitivamente no eran las apropiadas para atender lo que se les iba a venir encima una noche fría de noviembre. Aquí sí iba a pesar de forma abrumadora la expedita inexperiencia que el doctor Mata Lozano poseía. Simplemente llegó el momento en que la vida le dijo a Edmundo: “Zapatero, a tu zapato”, y le dejó en bandeja de plata un hecho médico que jamás había atendido en su pipiola vida de salvador y por el cual había rezado para que nunca le tocase atender. Esta vez sería un parto el que pusiera a temblar al gran shamán de batón blanco.
Tenía la cura para una casual gripe dominguera, para una rasquiña compulsiva en lugares íntimos, para el mal olor de los pies, inclusive para elevar el desempeño amoroso de algunos pacientes; todas esas recetas las tenía atesoradas en ese preciado documento heredado por la abuela. Tenía esquemas y pautas hogareñas de cómo mejorar vidas, pero no de cómo traerlas al mundo porque era la única situación que al ser hipotéticamente pensada por él, lo hacía dudar de sus dotes, habilidades y ejercicios clínicos empíricos. No obstante ya iba a llegar la hora en que La Dolorosa se consolidase como una población de doscientas treinta y cuatro personas porque a Juanita Dolores Alache ya se le había roto la fuente.
Eran las nueve de la noche cuando la preñada llegó con las últimas contracciones al consultorio. En ese momento Menarquia estaba haciendo su turno nocturno, compartiendo la noche en vela con los estragos y sobresaltos cascarrabiéticos de su vez en mes.
-¡Doctor, véngase volando al consultorio, tenemos una emergencia!
- ¿De qué tipo?
- ¡No pregunte tanto y venga de inmediato!
- Señorita Rojas no voy a permitir que…
- ¡Es un parto! Juanita va dar a luz, y ya rompió la fuente… ¿Doctor, me Escuchó? ¿Hola?
El doctor Mata Lozano había quedado petrificado. Era un muerto viviente aderezado al auricular de su teléfono. Quedó perplejo al escuchar el fortuito que le esperaba y terminó en un súbito shock emocional que le duró un par de segundos, sin embargo no le quedó otra que afrontar el huracanado panorama que se le advenía: Una mujer a punto de parir y una asistente malhumorada gracias a los famosos cólicos femeninos. Qué más podía pedir.
Cuando llegó a su consultorio se encontró con el caos más grande de su historia y sintió el miedo más paralizante de toda su vida. Lo primero que vio fue a la pobre embarazada abierta de piernas cual compás escolar y llevando un ritmo de respiraciones que se entremezclaban con un ritmo determinado de alaridos. Ese cuadro lo aterró porque su peor pesadilla se había materializado y sintió que no tenía la capacidad de coger las riendas de la situación, y en verdad no la tenía. Así que se sentó en su silla y ni los gritos desgarradores de Juanita lograron que vuelva en sí. Estaba ido, tal cual como un televisor cuando está encendido, pero sólo emite una señal perturbante de estática.
-¡Doctor, por favor haga algo!
-No puedo hacerlo, simplemente no puedo.
-¿Está usted loco? ¡Esta mujer está a punto de alumbrar al primer niño en veinte años a este estéril pueblo y usted está sentado cual guiñapo en su escritorio!
-Tengo Miedo. No puedo hacerlo.
-¡Por favor, no puede ser tan marica! ¿Es que acaso una simple dilatación uterina le da asco o qué?
-Es que no soy médico de verdad. Nunca lo he sido y a lo mejor nunca lo seré. No estoy capacitado en lo absoluto para esto y otras cosas más.
Con esta confesión hasta Juanita Dolores se olvidó que tenía un bebé en camino y dejó de gritar salvajemente por las contracciones, ya que el contundente testimonial la había dejado pasmada al igual que a Rojas. Fue una declaración que hoy más que nunca hacía sentido para Menarquia. Ahora entendía que esa extravagante práctica que lo hacía querido al doctor no era normal, ni del todo sana. Sólo había tenido un poco de suerte, un poco de suerte que le duró treinta y dos años y había ayudado a Mata Lozano a tener un reconocimiento inmerecido. Sin embargo tuvo un conflicto emocional porque comprendió que los actos que con todo derecho podían denominarse negligencia y mala práctica médica, estaban un poco justificados por el propósito con que los hacía. Simplemente rendía un servicio fiel y desinteresado a su comunidad. Y un título de medicina no sirve de nada mientras no se esté presto a desvivirse por la vida de los demás, esa era la filosofía que convertía en un doctor de verdad a Mata Lozano y Menarquia Rojas ya lo había entendido de esa manera.
-Doctor Mata, vamos a hacer esto juntos y vamos a traer al niño.
-Pero yo no sabría por dónde empezar…
- ¡Maldita sea, no haga enojar a una mujer con los achaques del mes y siga mis instrucciones!
Menarqui sacó un gran y pesado libro de biología humana, y fue así como la sumisa enfermera invertía los papeles para convertirse en la doctora que siempre soñó. Pero más que una doctora fue una espectacular catedrática para Edmundo, ya que le dictaba e impartía pasos minuciosos de qué hacer y qué no para salvar la vida del niño y su madre. Era una máquina de conocimiento y fue, por decirlo de alguna manera, los ojos clínicos de Edmundo durante las 2 horas de parto. Al final el grito de una mujer extenuada y desesperada se cegó para dar paso al prometedor llanto de un bebé recién nacido. La misión había sido cumplida y una linda niña de nombre Milagros fue la que le regaló la oportunidad de abrir los ojos a Edmundo y recapacitar que aún no era demasiado tarde para estudiar y convertirse en lo que siempre había practicado, pero que en realidad no era.
Pasaron 6 años y Edmundo Mata Lozano ya era un médico hecho y derecho. De profesión y de vocación. Ya era el autentico doctor que buscaba improvisadamente ser el amigo confiable e incondicional de las personas y no el amigo que buscaba ser doctor improvisado. De a poco su consultorio fue teniendo un mejor balance entre los títulos y los pósteres de su equipo. Menarquia dejó de ser su enfermera para ser su colega y socia. Y con respecto a las recetas de su abuela, decidió quemarlas porque ahora tenía el poder y capacidad de recetar apropiadamente mediante un análisis y diagnostico pertinente de cada paciente que buscaba ayuda.
- Veamos. Abra la boca y diga ah.
- ¿Cómo está mi garganta, doctor?
-Bastante irritada. Al parecer tiene las amígdalas con pus y creo que se podría tratar de un caso de faringitis aguda.
- ¿Es muy grave?
-Nada que reposo y medicamento disciplinado no puedan curar. Esta es una enfermedad típica en los músicos. ¿Es usted músico, ha estado de gira todo el mes y tiene una presentación la próxima semana, verdad?
-Así es. Me ha dejado sorprendido porque aparte de médico es usted adivino, doctor.
- No, nada de adivino. Este ojo clínico se gana con estudio y la revisión minuciosa de cada paciente. ¿Igual, cuénteme qué instrumento toca?
- La pandereta, doctor.
2009
-¡Eso intento doctor, pero este chiquillo se mueve como gusarapo!
-¡Que lo agarre le estoy diciendo, no ve que no quiere tomarse el jarabe y casi me propina soberana patada que pudo haber puesto en riesgo mis patrimonios masculinos!
Este era el tipo de jornadas médicas que soportaba a diario el doctor Edmundo Mata Lozano. Jornadas que eran experiencias únicas, eran consagraciones terapéuticas sin pisca alguna de lógica científica, pero que al final del día funcionaban con una peculiar astucia y recursividad para curar aflicciones traumáticas, reumáticas, intestinales, por males de ojo y algunas que otras más que constan en su palmarés. Definitivamente sus grandes anécdotas e historias de consultorio lo llevaron a convertirse en el médico estrella de la pequeña comunidad La Dolorosa.
El famoso doctor, era de contextura delgada y marionética, con el pelo negro deslumbrante como el betún de lustrabotas callejero y tenía un bigote particular que obligaba a más de uno a hacer memoria por si a lo mejor la peinilla de bolsillo habría quedado en el velador esa mañana. Era un hombre apasionado -desde que era un mocoso- por su profesión, la cual ejercía sin siquiera haber pisado suelo universitario. Por eso es que su modus operandi se remitía a las curaciones caseras y asociaciones lógicas que había aprendido desde niño en su hogar, y a un viejo recetario ancestral que le había proporcionado su abuela, la curandera de algunos pueblos aledaños, antes de morir. De ahí radica el apelativo que mucha gente había elaborado para construir una imagen que perdurase en su imaginario: “el shamán de batón blanco”.
Cincuenta y uno eran los años que Dios le había regalado en este mundo y un poco más de treinta haciendo lo que mejor sabía hacer: curar a la gente sin tener la menor idea de saber lo que estaba haciendo, eso lo llenaba de orgullo. Pero era su forma empírica de hacer y conocer las cosas lo que le brindaba un posicionamiento ejemplar y la facultada de poseer uno que otro lujo que quizás al comenzar su carrera hubiese sido astronómicamente lejano de imaginar. Ahora tenía su propio consultorio con las paredes abarrotadas no de títulos médicos, sino de fotos y pósteres del Lesiones Fútbol Club, equipo de sus amores; uno de esos esqueletos -que para él, todo médico debía tener- colgando cual guirnalda y que servía también de perchero; y finalmente, una joven y servicial enfermera. Ella era Menarquia Rojas, estudiante del cuarto semestre de medicina de la Universidad Metropolitana. Delgada y casi frágil como una maría palito, tenía unos ojos verdes que se convertían en oasis de miradas coquetas y un trasero bellamente perfilado que era un talismán acaparador de silbidos y piropos. Le gustaba inflar guantes quirúrgicos, era una amante de la gelatina verde y una vez cada treinta tenía un cambio violento y tempestuoso en su personalidad. Rojitas, como le decía el doctor, disfrutaba de su trabajo. Esa satisfacción de estar a disposición de los que más necesitaban un sano consejo consolador de incertidumbres, una sobajeada con bengay en un músculo susceptible o una mano apaciguadora en la frente que dictamine si el estado de calentura se prestaba para preocupaciones. Sin embargo el singular operar de su empleador y tutor, la hacían dudar y recurrir más de una vez los colosales textos con los que a diario se quemaba las pestañas en la escuela de medicina.
Era impresionante cómo este par se abastecía para atender de manera ágil y personalizada a las doscientas treinta y tres personas “y media” que habitaban en La Dolorosa. Y eran “y media” porque Juanita Dolores Alache, la vendedora de batidos frutales, tenía casi nueve meses de embarazo y un barrigón que ya se lo contaba como persona aparte. Además era el primer niño que nacería después de 20 años en la vieja comunidad y por eso tenía una atención especial por parte de Mata Lozano.
No había persona en el pueblo que no hubiese pasado por las manos sanadoras y poco ortodoxas de su médico de confianza, quien con su estetoscopio de juguete, instrumente insigne que guindaba y se balanceaba como péndulo de reloj antiguo en su pecho, había enfrentado grandes casos y les había encontrado una cura eficaz; rara, pero eficaz. Tal es la historia de Don Casimir, el relojero de una de las cuatro esquinas que tenía el pueblo (porque era una sola calle larga), quien hace un par de años se había pegado una abrumadora borrachera a punta de cerveza de raíz. Los estragos de aquella brutal alcoholizada no fueron hepáticos, sino de un carácter más gaseoso, ya que se ganó uno de esos hipos crónicos y agudos con el cual convivió por 3 semanas. Ante tan bizarro asunto, Edmundo recordó que cuando niño su abuela le pegaba un pedacito de papel en la frente para que se le curase el hipo. Entonces, llegó a la sabia conclusión de que si una minúscula piltrafa de hoja textual sobre la frente tenía el poder de disipar un pequeño espasmo diafragmático, pues, un pliego entero o quizás la primera plana del diario colocado como turbante árabe sería el triple de eficiente y contundente para el colosal caso de “hipocondría” como lo había denominado el folclórico médico. Curiosamente, después de unos días Don Casimir volvió a la normalidad y ahora no se olvida del turbante de periódico cada vez que va a la cantina a embriagarse.
También está registrada la historia de Gregorito: el hijo de la señora Judith, mejor conocida como la madrina. Este apelativo se lo ganó gracias a la sazón y manera jovial de atender el negocio de comida típica que hizo que más de un comensal empiece a adjudicarse el titulo de ahijado feliz y satisfecho. Lo que le aconteció a Gregorito es muy particular porque una mañana como cualquiera, el pequeño simplemente amaneció sin poder hablar. Era raro porque no padecía de resfriado que le hubiese resecado las cuerdas vocales y mucho menos poseía amígdalas inflamas. Simplemente perdió la capacidad y la voluntad del habla y su madre lo llevó al consultorio de Mata Lozano. Esas eran las fechas en que Rojitas recién tenía un par de semanas como asistente del excéntrico especialista y desde ese instante empezó a evidenciar su extraño proceder.
-¡Señorita Rojas, abra el cajón de la repisa y alcánceme un cuchillo!
- Pero Doctor, ¿no sería mejor examinar primero al paciente para saber si no se trata de alguna faringitis aguda?
- ¡Usted sólo haga caso a lo que le digo y páseme el chuchillo!
- Enseguida, doctor.
Menarquia no imaginaba el uso práctico que se le pudiera dar al utensilio corto punzante y de empleo culinario en una situación tan sencilla de análisis y diagnóstico como en la que se encontraban, sin embargo fue obediente con en el presuroso y déspota encargo del doctor, mientras este sentaba al pequeño en el antiquísimo catre de tela verde donde solía atender a cada paciente. Acto seguido empezó a sacar un jarrón de café, una tabla para picar, cebollas, ajo, miel y limones de una hielera térmica playera azul que se encontraba junto al catre.
Comenzó a picar las cebollas y el ajo de tal manera que parecía un chef alabado por la crítica gourmet parisina. Los colocó en el jarrón y exprimió los limones, y los mezcló junto con la miel logrando así una sustancia maleable y agridulce que fuese el lubricante ideal para que la faringe y laringe pierdan la resequedad, pero claro, él elaboraba todo esto sin saber el dato que daría mejor fundamento médico a un casero menjunje que tenía un sabor tan penetrante y ácido, y que según su fallecida abuela hacía hablar hasta al más devoto y silencioso de los monjes tibetanos. Así fue como Edmundo aprendió de niño que hacerse el enfermo de la garganta para faltar a clases tenía su amarga recompensa. Y si resultó con él, entonces resultaría con Gregorito y efectivamente así fue. Después de veinte minutos de lucha con la inquieta y escurridiza creatura, optaron por agarrarlo con fuerza, doblegarlo con la cabeza hacia atrás como en posición para hacer gárgaras, le taparon la nariz y le vertieron rápidamente el viscoso brebaje en su media abierta boca. No pasaron ni tres segundos contados por reloj hasta que se escuchó un repentino grito de repulsión seguido de un par de arcadas falsas que todo niño fabrica para connotar su desaprobación por algo que ingirió.
Fueron estas y muchísimas anécdotas más con las que Edmundo Mata Lozano se demostraba a si mismo que no hacía falta un título de medicina acreditado cuando todo un pueblo le daba crédito y le entregaba la confianza para que fueran sus manos las que los curaran. Unas manos amigas que eran capaces de limpiar y sanar cualquier cortada con papel o rasguño, eran oportunas para arremeter contra males triviales que atacaban a la mayoría de las personas en el pueblo, pero definitivamente no eran las apropiadas para atender lo que se les iba a venir encima una noche fría de noviembre. Aquí sí iba a pesar de forma abrumadora la expedita inexperiencia que el doctor Mata Lozano poseía. Simplemente llegó el momento en que la vida le dijo a Edmundo: “Zapatero, a tu zapato”, y le dejó en bandeja de plata un hecho médico que jamás había atendido en su pipiola vida de salvador y por el cual había rezado para que nunca le tocase atender. Esta vez sería un parto el que pusiera a temblar al gran shamán de batón blanco.
Tenía la cura para una casual gripe dominguera, para una rasquiña compulsiva en lugares íntimos, para el mal olor de los pies, inclusive para elevar el desempeño amoroso de algunos pacientes; todas esas recetas las tenía atesoradas en ese preciado documento heredado por la abuela. Tenía esquemas y pautas hogareñas de cómo mejorar vidas, pero no de cómo traerlas al mundo porque era la única situación que al ser hipotéticamente pensada por él, lo hacía dudar de sus dotes, habilidades y ejercicios clínicos empíricos. No obstante ya iba a llegar la hora en que La Dolorosa se consolidase como una población de doscientas treinta y cuatro personas porque a Juanita Dolores Alache ya se le había roto la fuente.
Eran las nueve de la noche cuando la preñada llegó con las últimas contracciones al consultorio. En ese momento Menarquia estaba haciendo su turno nocturno, compartiendo la noche en vela con los estragos y sobresaltos cascarrabiéticos de su vez en mes.
-¡Doctor, véngase volando al consultorio, tenemos una emergencia!
- ¿De qué tipo?
- ¡No pregunte tanto y venga de inmediato!
- Señorita Rojas no voy a permitir que…
- ¡Es un parto! Juanita va dar a luz, y ya rompió la fuente… ¿Doctor, me Escuchó? ¿Hola?
El doctor Mata Lozano había quedado petrificado. Era un muerto viviente aderezado al auricular de su teléfono. Quedó perplejo al escuchar el fortuito que le esperaba y terminó en un súbito shock emocional que le duró un par de segundos, sin embargo no le quedó otra que afrontar el huracanado panorama que se le advenía: Una mujer a punto de parir y una asistente malhumorada gracias a los famosos cólicos femeninos. Qué más podía pedir.
Cuando llegó a su consultorio se encontró con el caos más grande de su historia y sintió el miedo más paralizante de toda su vida. Lo primero que vio fue a la pobre embarazada abierta de piernas cual compás escolar y llevando un ritmo de respiraciones que se entremezclaban con un ritmo determinado de alaridos. Ese cuadro lo aterró porque su peor pesadilla se había materializado y sintió que no tenía la capacidad de coger las riendas de la situación, y en verdad no la tenía. Así que se sentó en su silla y ni los gritos desgarradores de Juanita lograron que vuelva en sí. Estaba ido, tal cual como un televisor cuando está encendido, pero sólo emite una señal perturbante de estática.
-¡Doctor, por favor haga algo!
-No puedo hacerlo, simplemente no puedo.
-¿Está usted loco? ¡Esta mujer está a punto de alumbrar al primer niño en veinte años a este estéril pueblo y usted está sentado cual guiñapo en su escritorio!
-Tengo Miedo. No puedo hacerlo.
-¡Por favor, no puede ser tan marica! ¿Es que acaso una simple dilatación uterina le da asco o qué?
-Es que no soy médico de verdad. Nunca lo he sido y a lo mejor nunca lo seré. No estoy capacitado en lo absoluto para esto y otras cosas más.
Con esta confesión hasta Juanita Dolores se olvidó que tenía un bebé en camino y dejó de gritar salvajemente por las contracciones, ya que el contundente testimonial la había dejado pasmada al igual que a Rojas. Fue una declaración que hoy más que nunca hacía sentido para Menarquia. Ahora entendía que esa extravagante práctica que lo hacía querido al doctor no era normal, ni del todo sana. Sólo había tenido un poco de suerte, un poco de suerte que le duró treinta y dos años y había ayudado a Mata Lozano a tener un reconocimiento inmerecido. Sin embargo tuvo un conflicto emocional porque comprendió que los actos que con todo derecho podían denominarse negligencia y mala práctica médica, estaban un poco justificados por el propósito con que los hacía. Simplemente rendía un servicio fiel y desinteresado a su comunidad. Y un título de medicina no sirve de nada mientras no se esté presto a desvivirse por la vida de los demás, esa era la filosofía que convertía en un doctor de verdad a Mata Lozano y Menarquia Rojas ya lo había entendido de esa manera.
-Doctor Mata, vamos a hacer esto juntos y vamos a traer al niño.
-Pero yo no sabría por dónde empezar…
- ¡Maldita sea, no haga enojar a una mujer con los achaques del mes y siga mis instrucciones!
Menarqui sacó un gran y pesado libro de biología humana, y fue así como la sumisa enfermera invertía los papeles para convertirse en la doctora que siempre soñó. Pero más que una doctora fue una espectacular catedrática para Edmundo, ya que le dictaba e impartía pasos minuciosos de qué hacer y qué no para salvar la vida del niño y su madre. Era una máquina de conocimiento y fue, por decirlo de alguna manera, los ojos clínicos de Edmundo durante las 2 horas de parto. Al final el grito de una mujer extenuada y desesperada se cegó para dar paso al prometedor llanto de un bebé recién nacido. La misión había sido cumplida y una linda niña de nombre Milagros fue la que le regaló la oportunidad de abrir los ojos a Edmundo y recapacitar que aún no era demasiado tarde para estudiar y convertirse en lo que siempre había practicado, pero que en realidad no era.
Pasaron 6 años y Edmundo Mata Lozano ya era un médico hecho y derecho. De profesión y de vocación. Ya era el autentico doctor que buscaba improvisadamente ser el amigo confiable e incondicional de las personas y no el amigo que buscaba ser doctor improvisado. De a poco su consultorio fue teniendo un mejor balance entre los títulos y los pósteres de su equipo. Menarquia dejó de ser su enfermera para ser su colega y socia. Y con respecto a las recetas de su abuela, decidió quemarlas porque ahora tenía el poder y capacidad de recetar apropiadamente mediante un análisis y diagnostico pertinente de cada paciente que buscaba ayuda.
- Veamos. Abra la boca y diga ah.
- ¿Cómo está mi garganta, doctor?
-Bastante irritada. Al parecer tiene las amígdalas con pus y creo que se podría tratar de un caso de faringitis aguda.
- ¿Es muy grave?
-Nada que reposo y medicamento disciplinado no puedan curar. Esta es una enfermedad típica en los músicos. ¿Es usted músico, ha estado de gira todo el mes y tiene una presentación la próxima semana, verdad?
-Así es. Me ha dejado sorprendido porque aparte de médico es usted adivino, doctor.
- No, nada de adivino. Este ojo clínico se gana con estudio y la revisión minuciosa de cada paciente. ¿Igual, cuénteme qué instrumento toca?
- La pandereta, doctor.
2009
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