El crujir turbulento de la corroída y abarrotada puerta metálica confinó al errante sujeto a una desesperación apoteósica. Estaba destinado a ser parte de un minúsculo espacio cavernoso, que sofocaba lentamente sus vociferaciones y lamentos por libertad. Las cañas de acero de dos centímetros de grosor, que lo perpetuaban a una oscura catacumba, estaban frías y gélidas como la sensación de angustia que nos invade cuando entramos en paralizante pánico. A duras penas y soportaba aferrarse fuertemente a los barrotes, porque sentía que el congelante metal le quemaba las manos. Ahora estaba furibundo por la desolación que le causaba la privación de aires libertarios, y no le importaba ya nada. No le importaba quedar calcado junto a las vigas de la celda.
Los crepitantes estallidos emocionales que lo embargaban, a ratos, eran los causantes de su paranoia. Después de tres semanas en la deplorable prisión, su rostro se había alargado y endurecido a causa del frío; sus ojos estaban saltones, y dibujaban un fluvial de venillas rojas a causa del insomnio; sus cuerdas bucales casi que habían sido seccionadas por el calor de sus alaridos. Sus huesos se habían debilitado por las noches que permaneció en pie: invocando irritado al sicótico eco que se consumía, después de un par de repeticiones, dentro de las paredes pedregosas. No quería comer, no quería dormir; sólo quería que sus manos mutaran en enormes alicates para poder amputar las cilíndricas barras. Sin embargo ya se le estaban acabando las fuerzas. Era casi como un muerto con pequeños exabruptos de vitalidad. Ya estaba fusionándose con la bóveda de piedra, se estaba enraizando al lodoso piso que le iba chupando la sensatez de a poco como arenas movedizas. ¿Será que la resignación mantuvo en un cruel sopor su deseo de gritar justicia?
2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario