sábado, 5 de diciembre de 2009

Carbohidrato de plomo

En el momento que salió del humeante cilindro metálico ya se preveía cuál iba a ser su desenlace. Un desenlace fatal, un desenlace mortífero y que iba a dejar como saldo una víctima y un prófugo anónimo. Un cuerpo semi inerte y otro que se alió con la incertidumbre, y así fue. En el momento que la bala salió disparada era el principio de una trayectoria que se presta para estudios físicos, pero también era el final de un modelo biológico: era el final de Octavio Villegas.

El estruendo que emitió la Magnum: ese revolver gélido y despiadado, esa arma maligna que se cuela en las vidas de ordinarios asegurándoles protección efímera; resonó a unos 500 metros a la redonda del barrio. Un sonido que hubiese logrado que el más sordo de entre los sordos, milagrosamente, recuperase la audición sólo para poder arrebatársela con esa estridente onda de explosión sónica. Al final el tiro dejó de ser ruido para materializarse en colisión de masas.
El punzante proyectil ingresó a la abultada fisonomía de Octavio desgarrando piel, carne, músculo y arterias para anidarse dentro del bonachón gordito que jamás esperó, jamás imaginó que su cuerpo inundaría la calle cuarta del barrio Magnolia con aquel fluvial sanguinolento. La sangre que emanaba de la voluminosa figura era tan roja como la que imaginamos al escuchar: “por la sangre que derramaron nuestros próceres (…)”. Era tan roja como la sangre falsa que vemos salpicada a litros en películas de horror poco taquilleras. Era una solución plasmática que recorría el pecho de Villegas como un río caudaloso en medio de montañas y valles, surcaba la vereda donde yacía Octavio y desembocaba en la alcantarilla más cercana, logrando que las ratas de allá abajo adquirieran un tinturado capilar extravagante.

Desde su lecho mortal el aún vivo –poco le faltaba ya para que se nos vaya- dio un rápido vistazo a la herida que servía como umbral para que el alma escapase lenta y sigilosamente. Estaba boca arriba como solía acostarse los fines de semana en el sofá para ver la televisión. Se encontraba tendido con tres cuartos de cuerpo dentro de la acera. Tenía la cabeza direccionada hacia su lado izquierdo, con la oreja embonada en su hombro; la pierna zurda estaba derramada fuera del bordillo y la derecha reposaba en el margen generando un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre el concreto, cerca de la palanqueta que había comprado. Su mano izquierda totalmente extendida con la palma hacia el cielo, fuera del cemento peatonal, y la derecha sobre su regazo, fusionada con el torrente sanguíneo que emitía la profunda llaga que equivalía a un segundo ombligo pero más elevado. Atontado, pero consciente hizo un esfuerzo casi atlético para reincorporar la posición cervical correcta y meter la quijada sobre el esternón. Ahí miró su mano con sangre, o mejor dicho, su sangre con mano porque se le había fugado hasta la última gota. Se impresionó y resignado prefirió mirar hacia el oscuro cielo de marzo, esperando que se abriera el zaguán divino.

¿Quién podría pensar que una ordinaria ida donde el panadero cocinaría un hecho tan funesto para Octavio? A lo mejor por eso es que dicen que no sólo de pan debe vivir el hombre porque uno nunca sabe cuándo puede perjudicarlo tanto carbohidrato. Para mayor desgracia de Villegas, quién era policía jubilado, su nocivo incidente no fue provocado por asesinato, sicariato o intento de robo; el plomo, que perforó cual taladro de broca ancha su bazo, era producto de una bala perdida proveniente de un tiroteo policial en plena persecución de pandillas narcotraficantes. Y justamente ese día había comprado la lotería y al final de la jornada el número le jugó. Definitivamente algo que Octavio Villegas ya no podrá aprender es que la muerte, sobrada como ella sola, está tan segura de su triunfo que hasta nos entrega toda una vida de ventaja para alcanzarnos; no obstante es tan mezquina que jamás nos advierte cuán cerca está. Una vez que nos alcanza todo lo vivido se resquebraja como migas de pan.
2009

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